La Montaña
Existe un fenómeno neurocognitivo llamado memoria selectiva. Es una cualidad que permite a la persona acordarse con agudeza de ciertos momentos y olvidar completamente otros. Por este motivo, muchos recordamos vividamente la angustia de separación del primer día de clases en el preescolar o la emoción del primer beso en la adolescencia.
No podemos negar que uno de los recuerdos más sublimes que tenemos todos aquellos que somos madres y padres, es sin duda, el nacimiento de nuestros hijos. Mi hijo mayor, Rodrigo nació un tres de octubre, día del odontólogo, profesión que ejercí desde que me gradué en la facultad. Nada es casual, en ese momento lo más importante para mí era él y mi desarrollo profesional. No fue fácil organizar los horarios para lograr el equilibrio entre mis obligaciones laborales, las clases que impartía en el postgrado y mi rol como madre. Los primeros años fueron complicados, con muchas ambivalencias. La maternidad, a veces no es tan obvia, por lo menos en ciertos momentos de la vida. No resulta fácil pasarse el interruptor y cambiar de modo profesional a modo mamá, pero con el tiempo lo logré.
Unos años más tarde, nació la más pequeña de la casa, Emiliana. Durante el embarazo nos habían advertido por estudios ecográficos previos, que tenía tres lesiones tumorales benignas localizadas en el corazón que por fortuna, no interferían en su funcionamiento pero, había posibilidades que estuviesen asociadas a un Síndrome que, entre muchas cosas, cursaba con cuadros de epilepsia y un retraso importante en el desarrollo evolutivo.
Al nacer hicimos todos los exámenes que nos indicaron los especialistas sin encontrar ningún hallazgo relevante, pero dos meses más tarde, Emiliana tuvo su primera convulsión y luego de algunos análisis médicos, llegó el temido diagnóstico: Síndrome de Esclerosis Tuberosa. Cada vez que pienso en ese día mi corazón se nubla. Recuerdo que fue una tarde de noviembre. Desde la ventana de la sala de espera de la clínica, donde estábamos acostumbrados a ver la inmensa vista del Ávila, ya no estaba. Esa colosal montaña que enmarca de punta a punta nuestra ciudad, había desaparecido; como si una enorme nube gris la hubiese devorado, y yo sentía que me había llevado con ella. Esa semana llovió torrencialmente en Caracas.
Si pudiera medir mi existencia en niveles de dificultad, los años que transcurrieron posterior al nacimiento de Emiliana superaron cualquier situación vivida hasta ese momento. Siempre he sentido una especial admiración por la gente que atesora en lo profundo de su ser, el sentido de resiliencia. Esa fuerza interna necesaria para levantarse luego de una fuerte caída, y seguir adelante. Poco después descubrí que se va aprendiendo a desarrollar con el transcurrir de los años y las experiencias vividas. A principio fue muy duro comprender la situación, pero luego comienzas a familiarizarte con las nuevas rutinas y a flexibilizarte. Todo es más sencillo si aceptamos la realidad, la carga disminuye sin lugar a dudas.
Creo en el destino y me lo imagino de muchas maneras. A veces fantaseo y lo veo con una hermosa vista al mar, otras veces, con vista a la montaña. Si nos quejamos toda la vida de no haber tenido la dicha de disfrutar de la vista del mar, probablemente nunca descubriremos todo lo especial que tiene la montaña. Entonces, toca salir y animarse a escalarla. Al principio la pendiente se hace cuesta arriba, pero de a poco, aprendes a disfrutar el paisaje, el olor a pasto, su cercanía con el cielo. Con cada paso comienzas a estar más cerca de la cima, sientes la quietud, su brisa y el sonido de su silencio, que sin duda, es lo único que puede acallar nuestro propio ruido interno.